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NOTICIA 02

EDITORIAL

Perú: la política al borde del abismo

El Perú vuelve a despertar en crisis. La destitución de Dina Boluarte, aprobada por unanimidad en el Congreso el 10 de octubre de 2025, marca otro punto de quiebre en una larga cadena de inestabilidades que parecen no tener fin. Con su caída, el país no solo pierde a una presidenta, sino que confirma que su sistema político se ha transformado en una maquinaria de recambios sin rumbo. Las calles, las provincias y los mercados asisten a un nuevo capítulo de un drama repetido: gobiernos que nacen en la emergencia y mueren en la soledad, mientras los problemas estructurales siguen intactos.

El Congreso, presidido por José Jerí, justificó la vacancia de Boluarte por “incapacidad moral permanente”, una figura tan ambigua como recurrente en la historia reciente del país. En apariencia, fue una decisión institucional. En el fondo, fue un grito de hartazgo ante una administración que, tras casi tres años de gestión, había perdido todo control sobre la seguridad, la economía y la legitimidad social. Boluarte había sobrevivido a protestas, acusaciones y crisis, pero no al desgaste total de la confianza pública.

Un país sitiado por su propia violencia : Lo que precipitó el derrumbe no fue una maniobra parlamentaria, sino un acto brutal de violencia. La noche anterior a la destitución, la legendaria orquesta Agua Marina fue atacada durante un concierto en el Círculo Militar de Chorrillos. Un tiroteo dejó varios heridos entre músicos y espectadores. El atentado, ocurrido en un recinto de las Fuerzas Armadas, desnudó la fragilidad del Estado y la sensación generalizada de que ya no existen lugares seguros en el Perú.

La prensa local y los medios internacionales no tardaron en señalar el simbolismo del hecho: un país donde ni siquiera la música, el espacio del encuentro popular, se salva del eco de las balas. La imagen de los músicos corriendo entre el pánico fue interpretada como la metáfora perfecta de un Estado acorralado por el crimen, sin control territorial ni autoridad moral.

Ese mismo clima de miedo venía gestándose desde hace meses. Las bandas criminales se han expandido desde Lima hacia las regiones, infiltrando economías locales, sistemas judiciales y hasta instituciones policiales. La respuesta del gobierno fue tardía y errática: militarización parcial, operativos de alto impacto, discursos sobre “mano dura” y pocas soluciones de fondo. El atentado en Chorrillos se convirtió así en la evidencia definitiva de un Estado ausente.

Las provincias que gritan desde el olvido: Al mismo tiempo, el país rural volvió a hacer oír su voz. En Cajamarca, ronderos y campesinos mantenían desde inicios de octubre un paro indefinido exigiendo la salida de Boluarte, el fin de la minería ilegal y la presencia efectiva del Estado. Los cortes de ruta, los enfrentamientos y la paralización de actividades mineras mostraron, una vez más, la brecha abismal entre Lima y el resto del país.

Cuando el Congreso anunció la destitución, los manifestantes celebraron como si se tratara de una victoria popular. En su lectura, la vacancia no fue un acto del poder legislativo, sino el resultado de la presión social. Sin embargo, el levantamiento del paro no significó reconciliación: fue apenas una tregua. Detrás del festejo, subsisten las mismas demandas históricas que ningún gobierno —ni de derecha, ni de izquierda— ha logrado atender: pobreza estructural, abandono agrícola, corrupción local y exclusión política.

La caída de Boluarte, en ese sentido, no resolvió nada. Más bien, reabrió el viejo dilema de siempre: cómo articular un país fragmentado en dos realidades —la urbana y la rural, la visible y la ignorada— que conviven sin reconocerse mutuamente. La fractura territorial sigue siendo el mayor obstáculo de la democracia peruana.

Un Estado que se descompone desde dentro: La vacancia de Boluarte es también el síntoma de una enfermedad institucional más profunda. En veinte años, Perú ha visto desfilar presidentes, congresos, ministros y gabinetes que se suceden sin continuidad. La gobernabilidad se ha convertido en un ejercicio de supervivencia y el Congreso en un campo de batalla donde se negocia el poder a corto plazo.

El sociólogo Carlos Meléndez lo resumió recientemente: “el sistema político peruano ya no gobierna; administra su propia crisis”. Esta inercia erosiona no solo la legitimidad de las instituciones, sino la fe de los ciudadanos en la posibilidad de que la política sirva para algo distinto a la disputa por cargos.

La promesa del nuevo presidente interino, José Jerí, de convocar elecciones en abril de 2026 y “combatir la inseguridad con mano firme” fue recibida con escepticismo. Nadie espera milagros de un Congreso que, según las encuestas, apenas goza del 8 % de aprobación. En un país donde las fuerzas políticas se han vaciado de ideología y representación, cada transición parece un punto de partida hacia el mismo abismo.

La economía: estabilidad sin dirección: En el frente económico, los indicadores mantienen la misma dualidad que caracteriza al país: estabilidad macro con descomposición social. Según el Banco Mundial (2025), el crecimiento del PIB peruano cerrará el año en torno al 1,7 %, la tasa más baja desde la pandemia. La inflación, aunque contenida, ha reducido el poder adquisitivo de los sectores medios, mientras que la pobreza afecta ya al 28 % de la población, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).

La crisis política y la falta de horizonte han ahuyentado inversiones, paralizado proyectos y debilitado la confianza empresarial. Los empresarios temen que cada cambio de gobierno implique una nueva reinterpretación de las reglas del juego. Los ciudadanos, en tanto, viven en la incertidumbre cotidiana de la inseguridad y la precariedad laboral. En un contexto de agotamiento institucional, la estabilidad económica sin legitimidad política es una ilusión frágil.

El Perú que resiste: Pese a todo, el país no ha perdido su capacidad de resistir. Las rondas campesinas, los movimientos vecinales, los gremios y las asociaciones civiles siguen organizándose. Las universidades y los medios independientes, aunque presionados, continúan denunciando la corrupción y documentando las brechas sociales. El Perú mantiene una vitalidad ciudadana que sobrevive incluso al descrédito de sus autoridades.

Esa fortaleza, sin embargo, no basta. La resiliencia sin reforma se convierte en resignación. El país necesita un nuevo pacto político que combine seguridad, inclusión y desarrollo. No se trata solo de cambiar presidentes o disolver congresos, sino de reconstruir la relación entre Estado y sociedad, hoy completamente rota.

Lecciones de un ciclo que se repite: Desde la caída de Alberto Fujimori en 2000, el Perú ha oscilado entre la esperanza y la desilusión. Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Pedro Castillo y ahora Dina Boluarte han pasado por el poder dejando un mismo saldo: promesas incumplidas y una sociedad más desconfiada. Ninguno ha logrado restaurar la autoridad del Estado ni ofrecer una visión compartida de país.

La recurrencia de las vacancias demuestra que el problema no está solo en los nombres, sino en las reglas del juego. La figura de “incapacidad moral” se ha convertido en un instrumento de arbitrariedad política. En un sistema sin partidos sólidos, el Congreso actúa como juez supremo de la estabilidad, pero carece de legitimidad para ejercer ese papel. El resultado es un círculo vicioso de desconfianza, donde la ciudadanía ve a sus líderes como culpables antes que como representantes.

El desafío del nuevo gobierno: El mandato interino de José Jerí enfrenta un doble desafío: restaurar el orden público y preparar elecciones creíbles. Ninguno será fácil. Las fuerzas policiales están debilitadas, los ministerios se encuentran paralizados y la criminalidad organizada avanza sobre territorios donde el Estado ya no existe. La prioridad inmediata es recuperar la seguridad sin caer en la tentación del autoritarismo.

Pero el reto más grande será político: reconstruir la legitimidad. Para ello, el nuevo gobierno deberá tender puentes con los sectores rurales, escuchar las demandas sociales y garantizar que el proceso electoral de 2026 no sea una mera rotación de élites. Si las nuevas elecciones repiten los vicios del pasado, el país podría hundirse en una crisis aún más profunda.

Una advertencia y una oportunidad: La caída de Dina Boluarte debe ser leída como advertencia, no como victoria. Cada presidente depuesto amplía la brecha entre el poder y el pueblo, entre el Estado y la democracia. El Perú no puede seguir gobernándose por excepción. La ciudadanía necesita instituciones que duren más que los titulares y políticas que trasciendan las coyunturas.

La violencia en Chorrillos, la protesta en Cajamarca y la vacancia en Lima son tres capítulos de una misma historia: un Estado que perdió el control de su territorio y la confianza de su gente. Pero también pueden ser el punto de partida para una reconstrucción si los actores políticos comprenden que la gobernabilidad no se impone, se construye.

El Perú, una vez más, tiene ante sí la posibilidad de reinventarse. La pregunta es si aprenderá de su crisis o volverá a sobrevivirla.